domingo, 24 de abril de 2022

UN DOMINGO EN VILLE-D’AVRAY de Dominique Barbéris

 UN DOMINGO EN VILLE-D’AVRAY


Si alguien más radical como Albert Camus hubiese titulado esta novela posiblemente se llamaría El tedio. Esa es la sensación que la autora, Dominique Barbéris, nacida en Camerún, en 1958, transmite con su relato. Lo logra con esa repetición constante de la palabra Domingo, una y otra vez (sin distinguir entre singular y plural, la he contado 32 veces, lo que no es poco en solo 138 páginas, y se me puede haber escapado alguno). La autora repetía para que sucumbiéramos, junto a sus personajes, en el sopor de un domingo cualquiera.

Lo de Camus distrae, el relato es más bien costumbrista. Podría maridar bien con un cuadro impresionista, más de Claude Monet que de Manet; pero, como a ratos la narrativa cambia, bien podría ilustrarse con una obra de Edward Hopper. 

Me preguntaba, por momentos, cómo se escucharía en su versión original en francés: la sonoridad de Domingo en castellano es redonda, pesada; la de Dimanche, en cambio, es más ligera. Con la musicalidad francesa se entendería mejor, quizá, cuando la narrativa, en castellano, se transformaba, rara y sorpresivamente; y surgía un texto que no parecía parte del todo.

El relato es el de una mujer que visita a su hermana mayor en Ville-d’Avray, una plácida zona residencial a las afueras de París. En ese encuentro reaparecen sus recuerdos, sus historias, los caminos que tomaron y los capítulos que se han perdido la una de la otra.

Ville-d’Avray se muestra como un universo tan enfrentado al de París, como extemporáneo, cuando geográficamente solo hay 15 kilómetros de distancia. El trecho que separa esos dos mundos, en este imaginario, es abismal.

La hermana menor, la parisina, la narradora, muestra de soslayo el menosprecio de los que pertenecen a su hábitat capitalino respecto de los que no lo son. Responsabiliza a su marido Luc de un desdén por las provincias, que se percibe, sutilmente que ella comparte. Explica que Luc es “incapaz de comprender el universo de mi hermana. Luc es el prototipo de parisino ocupado y activo. Tiene un montón de teorías sobre asuntos de toda índole, es adaptable, concreto, racional, a menudo irónico. No es que mi hermana carezca de inteligencia. Ha leído mucho, pero de sus lecturas no ha extraído ninguna teoría, sigue siendo despistada, soñadora, pasiva… Padece una indecisión enfermiza, siempre llega tarde y mal peinada”.

Por más neutralidad que intente aparentar, en algunos fragmentos, otros la delatan. La hermana menor peca del mismo snobismo y sentido de superioridad del parisino que representa su marido. “La mayoría de nuestros amigos, universitarios parisinos, se presentan en vaqueros, una manifestación de su actitud crítica, de su posicionamiento libre en la vida; la señal de que se han liberado de lo fastidioso, lo burgués, lo ceremonial de las apariencias. Sería más acertado decir que en ellos adopta formas más sutiles, ocultas en detalles casi invisibles de sus prendas sobrias, bien cortadas, casi siempre negras, que responden a códigos selectivos, nacidas en el centro de París, fluctuantes como la moda, y que mi hermana no posee, porque vive en Ville-d’Avray”.

Es posible que las hermanas hayan perdido la complicidad de su niñez, que se hayan distanciado; pero, comparten muchos recuerdos y los mismos valores románticos inculcados por las mismas novelas y la misma educación. Ambas esquivaron las predicciones de su madre que les advertía de un potencial fracaso: “como no estudiéis acabaréis de cajeras”.

Durante ese domingo, solas, al atardecer, en el jardín, entre verdades a medias, silencios y cierta hipocresía cordial, las hermanas atisbarán que sus vidas no fueron como aparentaron ser. Que la hermana mayor, la provinciana, la mujer del médico, ocultó una aventura inconclusa con un desconocido que todavía revive pese al tiempo transcurrido. Y a la menor, la práctica, la urbanita, la que no se permite ensoñaciones, la descoloca, sin embargo, la cándida pregunta de su hermana: “¿Te satisface tu vida?”.

De regreso a su casa de París, estaría “tan triste como si me hubiera exiliado”. Y es entonces, en ese presente, cuándo confluyen sus mundos, porque se mienten; pero, intuyen sus verdades. Las novelas románticas con las que tejieron sus anhelos les han fallado. Sus sueños no se han cumplido. En palabras de Walt Whitman: “¡Durante cuánto tiempo nos engañaron!”.

Lourdes Andrés

domingo, 3 de octubre de 2021

Yo, María Luisa

Nací en Buenos Aires en 1922, rodeada de los privilegios de la clase alta argentina. El patriarca del lado paterno de mi familia, Otto Bemberg, fue un empresario que nació en Colonia, Alemania; vivió en París, y Argentina, con ascendencia francesa y belga. 

Yo crecí con todas las posibilidades, acceso a la cultura y a las artes, recursos… y, sin embargo, tardé 50 años en atreverme a creer en mí misma, en mi propia voz. A los 58 años dirigí mi primera película, Momentos. Y así creo que se me veía, al principio, quizás, como una señora, de buena familia que, a mediana edad, se le dio por el cine. Pero, la verdad es siempre más compleja de lo que aparenta.

Por ejemplo, cuando me casé no estaba enamorada. Tenía lo que los gringos llaman infatuation, que me parece una buena palabra para expresar mis sentimientos por el que fue mi marido. Carlos María Miguens se tituló de arquitecto, el mismo año que nos casamos. Era muy guapo, un exitoso jugador de polo y teníamos el visto bueno de nuestras familias. Éramos muy jóvenes los dos, yo tenía 23 años y Carlos tenía 24. Aunque en esa época, casarse a esa edad era bastante común. Yo estaba destinada para ser una “Señora de” y vaya que lo fui. Tuvimos cuatro hijos juntos, vivimos en Madrid, y, a poco andar, me di cuenta que esa vida tradicional me aburría. Sentí la necesidad de evolucionar y salir de los roles clásicos de esposa y madre que se esperaban de mí en ese entonces.

Antes que en el cine, empecé como empresaria de espectáculos teatrales. Siempre me había fascinado el teatro. Ya de pequeña me gustaba el mundo de los espectáculos y la fantasía. Jugaba con marionetas, ilustraba cuentos y escribía los diálogos. Sin darme cuenta había hecho mis primeros storyboard. Y en cuanto tuve la oportunidad estudié en Nueva York con Lee Strasberg, el director artístico del Actors Studio de Nueva York. Maestro de grandes estrellas como Paul Newman o Marilyn Monroe. 

Cuando se refieren a mí como pionera, siento que es un halago con muy poca base. He sido activista del feminismo. Fui una de las fundadoras de la Unión Feminista Argentina; pero el feminismo tenía, antes de que yo diera mis primeros pasos en el movimiento, un largo y potente historial. Es verdad que como directora de cine y guionista me he centrado en temáticas referidas a la emancipación y reivindicación de la mujer. Sentía que si iba a filmar, las mujeres iban a ser las protagonistas. Y esas mujeres de mis películas serían rebeldes, audaces, transgresoras… Personajes libres que se atreven a expresarse. Considero que he tocado más teclas y que, posiblemente, hoy podría ser descrita como una cineasta política. 

Si os fijáis en mis películas, además de la mujer cansada de vivir una vida estereotipada e impuesta por la sociedad en la que es el hombre el que controla todo; también muestro injusticias, discriminación, las diferencias sociales, la opresión. Todos aquellos malos hábitos de los cuales fui testigo en primera fila. Mi familia era dueña de Cervecerías Quilmes, que Otto Bemberg, con el apoyo de la familia de su mujer, los Ocampo, había fundado en 1888. He escuchado muchas historias de mi familia, algunas muy turbias. Que mis antepasados se adueñaron de miles de hectáreas de tierras fértiles robadas a los indios, seguramente escuché justificaciones para todos los claroscuros de la historia de los Bemberg. Y es de dominio público que luego de muchos vaivenes, las acusaciones de monopolio culminaron, en 1955, con la expropiación por Perón de la empresa familiar. 

Pero mis referentes no vienen solo de mi entorno. Me acusan de haber sido influenciada por la década de los sesenta y el cine de Ingmar Bergman. Soy culpable. Dicen que soy seguidora de la Nouvelle vague francesa, del cine italiano, de la literatura de Julio Cortázar…  Es un honor que digan esas cosas de mí. Bebí de esas fuentes. Y no quiero pecar de falsa modestia. Tengo mis méritos: Mi película Camila fue elegida para competir por el Premio Óscar como mejor película extranjera. 

Tuve seguidores y detractores. No fui gusto de la censura imperante de la dictadura argentina (1976-1983). Ni yo, ni tantos otros. Eso también me honra. Queríamos decir tantas cosas, atrevernos.

En la década de los 80 fundé junto a Lita Stantic una productora cinematográfica. Trabajamos juntas en Yo, la peor de todas. Para ese guión me inspiré en el maravilloso ensayo Sor Juana o las trampas de la fe, de Octavio Paz. Contar los últimos años de Juana Inés de la Cruz, una mujer brillante en la época del Virreinato de la Nueva España marcada por una sociedad represora, era un sueño hecho realidad. No quise hacer más películas de época después de esa, eran extenuantes, caras y demasiado largas de realizar. Tardé 3 años y medio en terminarla y pensé que ya no tendría tanto tiempo. La estrenamos en 1990. En 1993 trabajé con Marcello Mastroianni para De Eso no se habla. Y a los 2 años de esa película, el cáncer puso punto final a mi vida. 

Quería ser valiente como las protagonistas de mis películas y logré hacerle bastante daño al dragón de la inseguridad, el gran enemigo de las mujeres artistas o de todas las mujeres.

María Luisa Bemberg 

jueves, 28 de enero de 2021

No tuve ocasión de decirle adiós.

Aún ahora me pillo pensando “¿qué le parecería esto a Guillermo Blanco?”. ¿No sería fantástico contar con su opinión y sus correcciones a lápiz? Su delicadeza para corregir nuestros textos de redacción en la universidad era única. 


Tenía más de 60 años cuando le conocí. No sabía que había empezado a estudiar arquitectura en la Universidad Católica y lo había dejado. Tampoco sabía que había estado en Vietnam en 1969. Su testimonio fue publicado por la revista “Ercilla” donde tenía la columna “La vida simplemente”; y dejó constancia de parte de su experiencia en su libro “Recuerdos no siempre cuerdos”.


Cuando se estrenó “Mientras dure la guerra”, la película de Amenábar sobre Unamuno y la Salamanca de 1936, me acordé inmediatamente de Blanco porque era un apasionado de Miguel de Unamuno. Pensé si acaso le gustaría una película como esa y, por asociación, recordé cuando hablamos sobre la adaptación al cine de su novela Gracia y el forastero. Le pregunté que le había parecido la película sobre su obra y me dijo “demasiado literal”. Me explicó que el lenguaje del cine era muy distinto al de la literatura y no se debía pretender una fidelidad equivocada al libro.


Creo que a él le hubiese gustado contagiarme su fascinación por Unamuno; pero, yo andaba en mi mundo, seducida por modas literarias y después, sumergida en una etapa de leer mujeres, en la que vino a bien recomendarme "Nada" de Carmen Laforet, lectura que sí compartimos. 


Si no recuerdo mal, cuando fue mi profesor de redacción, él ya estudiaba la obra del escritor bilbaíno. De hecho, en 1992, fue becado por el Ministerio de Asuntos Exteriores de España para investigar, en Salamanca, los últimos años de Miguel de Unamuno. Resultado de ese trabajo fue la publicación, el año 2003, de El león sin sus gafas. Le entregaron la Encomienda de la Orden de Isabel La Católica, por su vasta trayectoria literaria y periodística muy vinculada con las letras españolas y, por lo mismo, se le otorgó la ciudadanía española.


Una vez le dije “Don Guille”, cuando siempre le hablaba de usted y le decía don Guillermo, no eran exigencias suyas, es que para mí era una de esas personas, como mis abuelos, a las que yo nunca pude hablarles de tú. Se rió y me dijo que Guille le encantaba porque era el nombre del hermano pequeño de Mafalda del cual era un gran fan. 


Guillermo Blanco nació en Talca y siempre me ha llamado la atención los talentos que brotan en ciudades pequeñas. Es la soberbia de los capitalinos. Los santiaguinos, pese a que la historia nos demuestre lo contrario, creemos que somos el centro del universo. No es suficiente que los dos premios Nobel de Chile, Gabriela Mistral y Pablo Neruda, hayan nacido bastante lejos de la capital. Guillermo Blanco se mataría de la risa con este párrafo. Primero, su carcajada sería interna, por fuera sólo esbozaría una leve sonrisa. Quizá movería la cabeza y a lo más me diría: “¿no conoces el dicho de Talca, Paris y Londres?…”  Porque la gente de Talca (y él fue nombrado Hijo Ilustre), se siente muy orgullosa de sus orígenes. Es una zona de viñas y con muchos descendientes de europeos. En su caso, de españoles. Que era otra cosa que teníamos en común. Y yo tozuda como él, le diría, pero al final todos venís a vivir a Santiago. Que era su caso, Blanco emigró con su padres a Santiago en su niñez y estudió en el Instituto de Humanidades Luis Campino, un conservador colegio católico en el que se educaron presidentes, destacados políticos, escritores y artistas. 


Publicó en muchas revistas, fundó algunas, dirigió otras y ganó muchos concursos. 


Era exigente también. Por él, o para ser precisos (a Blanco le gustaba la exactitud), por la tesis en la que él era profesor guía, fui incontables veces a la Biblioteca Nacional a buscar y leer las crónicas satíricas de un escritor chileno, Jenaro Prieto (1889-1946), que él consideraba que había retratado a la sociedad y los políticos de su tiempo con mordacidad y acierto. En verdad, pese a lo amarillento y gastado de esos periódicos que parecían deshacerse entre los dedos, sus textos se sentían frescos.


Si no fuera por Blanco apenas sabría nada de Prieto, ni de esa historia de Chile que retrata en sus crónicas. Casi todo el colegio lo hice fuera y la literatura que aprendí era de autores españoles.


Le estoy agradecida a Guillermo Blanco como agradeces a los buenos profesores que has tenido. Estuve en su casa sentada con él en su biblioteca espectacular en su casa de Ñuñoa, si no me equivoco haciendo frontera con Providencia. Un barrio de clase media, de artistas, de librepensadores. Casas con jardín, con muchos libros, como la suya. Su mujer, Lucía Cristi, que se veía una señora muy dulce, nos trajo algo de beber. 


No le gustaba exponerse ni exponer. Pero si lo hacía era cuando algo le gustaba, se le abrían los ojos (que ya los tenía bastante grandes), se le iluminaban y lo compartía en clase. Luis Alberto Ganderats, que también fue alumno suyo, lo entrevistó en 1986 y me sentí muy identificada con Blanco cuando respondió que la timidez era el rasgo de carácter que le había hecho más daño.


Por ser considerado, por muchas generaciones, como “un maestro de periodistas”, por sus escritos periodísticos y por sus aportes a la cultura, en 1999, fue galardonado con el Premio Nacional de Periodismo. Si en 2006, fue condecorado con la Orden al Mérito Docente y Cultural Gabriela Mistral, por el Ministerio de Educación es que no soy la única que lo encuentra el mejor maestro.


¿Y de este texto qué diría Guillermo Blanco? Creo que le daría vergüenza. Nada más lejos de su extremada timidez y humildad que esta suerte de panegírico. Pero, ya no está entre nosotros, no tuve ocasión de despedirme y no está aquí para subrayar en lápiz los lugares comunes.

domingo, 9 de agosto de 2020

El italiano imaginario

- ¿Planes para el verano? - pregunta Javi, desde la otra esquina del balcón. 

- Seguro. Escucha, -le dice, mientras respira hondo como si fuera a anunciar algo importante-. Y sin  interrumpir, ¿eh?. “Voy en coche sola, con el propósito de llegar a unas playas de Huelva de las que me han hablado muy bien. No tengo un itinerario planeado. Paro cuando tengo ganas. Busco las rutas más cercanas a la costa. Pretendo ir por carreteras secundarias, ver paisajes y no meterme en autopistas”.

Isabel se interrumpe y le pregunta a Javi:

- ¿Te has fijado que todo parece igual en las autopistas? - en el rostro Javi se nota que concuerda.

- “La orientación no es mi fuerte - Isabel sigue con su historia -. "Así que, de repente, me veo, sin querer, en la AP-7 y dirigiéndome a la próxima salida. Da igual, nada en este viaje es o no correcto. Podría conocer el Parque Natural de Sierra de Irta. O no. La carretera (o el destino) me lleva a Alcocebre. Y me parece bien. Huele a mar. No tener prisa y escuchar la playlist “Viajando”, creada por mí, especialmente para la ocasión, hacen que conducir sea un placer. He comido en chiringuitos de playa y restaurantes con manteles limpios. La intuición ha sido mi guía. He acertado, algunas veces, otras no. Ya es casi la hora de comer, quizá un poco temprano, y busco un restaurante en el Paseo Marítimo. Puedo elegir mesa. Es un verano raro, sin aglomeraciones. Miro la carta y después de pedir, retomo el relato que estaba leyendo. Siempre llevo un libro cuando viajo. Esta vez ‘De qué hablamos cuando hablamos de amor’. Termino 'El Baño', cierro bruscamente el libro y frunzo el ceño. Qué mala leche la de Raymond Carver. No hay derecho a dejar ese final abierto. Algo se me debe notar el fastidio, aunque quizá no tanto por mi mascarilla con el dibujo del mapa mundi, cuando se me acerca un hombre guapísimo, de una simetría arquitectónica, la reencarnación del hombre del Vitruvio... Y a unos tres metros de distancia, me dice, con acento italiano, ‘en tu mascarilla aparece la isla donde yo nací, isola d’Elba’. Se me iluminan los ojos y mi cabreo con la narrativa de Carver desaparece. ‘Estás leyendo uno de mis autores favoritos’, continua. 

- Yo sigo - dice Javi -: “Ella era pecosa, tenía los dientes frontales un poquito separados, una sonrisa torcida, el pelo rizado, de un castaño rojizo y despeinado por la brisa. Se había echado unos kilos encima durante el confinamiento. Era graciosa, pensó él. Y el italiano le pidió sentarse en su mesa. Se sacó su mascarilla negra y sus gafas de sol. Bonita sonrisa, pensó ella. Y luego de una larga sobremesa partieron a la playa”.

- Me toca a mí: “Fuímos al agua. El italiano se puso cariñoso, y, por un rato, me olvidé del coronavirus y me dejé llevar”.

- ¿Sigo yo? - Isabel deja, a regañadientes, que Javi continue -. “Cuando él decidió volver a la orilla, ella quiso nadar. El mar invitaba a quedarse más. Al regresar, ella no veía los referentes que había elegido para no perderse y volver a donde habían dejado sus cosas. La sombrilla de arco iris ya no estaba, tampoco los niños rubios que construían su pequeña ciudad de arena. Ni el barrigón que fumaba un puro en una tumbona, ni el italiano, ni su bolso. Se sentó en el pareo unos minutos, se secó un poco, se levantó y se acercó a un coche de policía que había en el paseo”. 

- Aguafiestas. No. La historia sigue así: “Mientras me secaba con el pareo, vi al italiano volver con mi bolso colgando y dos helados, uno en cada mano”.

- Tú sueña… Ahora, en serio, ¿qué harás?

- Mi madre y yo haremos una ruta del recuerdo. Iremos a Mataró a visitar la ciudad donde nació el padre, creo, de su bisabuelo.

- Tatarabuelo será.

- No sé, el padre de su bisabuelo o el abuelo del bisabuelo. Ella ha averiguado los hoteles que le parecen más seguros y me deja a mí la decisión final.

- Tatarabuelo o tastatarabuelo.

- Lo que tú digas. Y después iremos a Durango a donde nació mi bisabuelo paterno. Llevo años hablando de que haré ese viaje y al final lo postergo. Quiero recorrer Vizcaya. Fui de pequeña y recuerdo mucha lluvia y mucho verde. Quiero ver más y con otros ojos. He estado mirando mapas, investigando un poco y tomando apuntes. ¿Y tú?

- Nada. Piso y piscina. 

- Javi, saca a tus padres de su casa. Les has llevado las compras, pero ni siquiera has comido con ellos, pobrecitos. Llévatelos a algún lado, que les dé el sol.

- No los quiero poner en riesgo, son mayores.

- Ya, vale, pero haz algo con ellos, alquílate una casa de campo, paséalos… Vete a saber qué pasará en el invierno. 

- ¿Has pensado que puedes quedarte confinada en un pueblito del norte?

- Quién sabe… Haré todo lo mejor posible y confiaré en que los otros lo harán también y si veo algo que no me cuadra me retiraré. Todo a su tiempo.

- Isabel, ¿y si vamos juntos a Huelva, pasando por Alcocebre?


lunes, 13 de abril de 2020

EL CUMPLEAÑOS DE SOFIA

Cuando Sofía cumplió 13 años, sus padres le regalaron un smartphone, pese a que habían decidido esperar a que cumpliera los 14. La mayoría de sus amigos ya tenían uno, algunos lo habían comprado nuevo, otros lo habían heredado y otros lo habían conseguido de segunda mano. Sus padres no tenían problema de presupuesto y que hubiesen cambiado de opinión la tenía muy entusiasmada. Se sentía importante con su móvil recién estrenado. Había ido a comprar ella sola una tarta de cumpleaños a su gusto. La habían dejado abrir su propia cuenta de Instagram y era algo que también habían pensado dejar para más adelante. En pocos días, se había comunicado con sus más cercanos para contarles la buena noticia. Tantas concesiones de sus padres obedecían a que Sofía celebraría su cumpleaños solamente con su hermano Iñaki.

Sofía sopló las velas de la tarta de chocolate mientras Iñaki grabó el directo de Instagram que se llenó de mensajes cariñosos de sus amigos deseándole un buen día.

Sus padres trabajan en el mismo hospital desde que se conocieron hace quince años. Ana que es doctora, experta en nutrición, llegó para hacerse cargo de la planificación de los menús de los pacientes, cuando Carlos, pediatra, ya llevaba dos años. Hizo su última guardia el 19 de marzo, cuando Pediatría ya se había transformado en Urgencias. Ambos estaban agotados; pero, culpaban de su cansancio a la extenuante cantidad de trabajo. A los médicos les cuesta verse así mismos como enfermos y no se habían dado cuenta de que estaban contagiados. Les hicieron los tests y ambos dieron positivo al Coronavirus. Iñaki y Sofia, en cambio, estaban bien. Los abuelos se ofrecieron a cuidar a los nietos; pero, Carlos y Ana decidieron quedarse en casa con sus hijos en espacios separados.

Ana pensaba que se habían cambiado justo a tiempo. Se habían mudado de un piso más pequeño a una amplia planta baja con jardín; habían adoptado un perro, Bala, y tenían dos baños, uno para ellos y otro para los niños. Estaban en un lugar espacioso y sabían cómo cuidarse. Ninguno estaba grave. Tenían fiebre, malestar, tos y pocas fuerzas. A pesar de todo, Carlos decía que quería volver a las trincheras. La analogía de la guerra a Ana no le gustaba nada; débil como estaba, no quería discutir y guardaba sus energías, mientras refunfuñaba bajito. Se morían de ganas de salir a ayudar; aunque sabían muy bien que tardarían en volver al Hospital.

Mientras tanto los niños se habían dividido las tareas de la casa. Iñaki, de once años, paseaba al perro y sacaba la basura. Salía con guantes, mascarilla, incluso se ponía sus gafas de nadador y al volver dejaba todo en una caja que, como los zapatos, se quedaba en la entrada. Sofia tenía su propia caja y cada uno, en si habitación, tenía un repuesto. Limpiaban todo al llegar. Carlos trato de comprar online todo lo necesario; pero, a veces, la fiebre lo dejaba sin ganas de mirar nada. Apenas tenía fuerza para subir la voz y prefería dejar mensajes de voz en el WhatsApp de Sofía. Comprárselo fue una de las primeras cosas que hicieron al empezar la cuarentena. Sofía tenía sentimientos encontrados. Estaba orgullosa de sus padres, preocupada porque estaban enfermos. Contenta con su móvil. Triste por no ver a sus abuelos, feliz de compartir telefónicamente recetas con ellos. De apuntar en una lista los ingredientes que necesitaría para preparar los platos. De reírse de sus estrepitosos fracasos en la cocina y disfrutar sus grandes éxitos. Habían inventado unas pizzas deliciosas. Hecho ensaladas exóticas, sopas raras y bizcochos incomibles.

Aunque se sentía más adulta que nunca, probablemente era la más joven del supermercado. Nunca había tenido la libertad de echar lo que quisiera al carro. Como hija de nutricionista, sabía que alimentos no debían faltar.

Sofía recibió explicaciones de cómo usar la lavadora de su madre y sobre todo gracias a una vecina que tenía la misma marca.  Esa vecina, Sandra, tuvo el detalle de grabarle un pequeño video tutorial y responderle sus dudas. El día de su cumpleaños le puso una planta con un lazo de regalo con una tarjetita imrpovisada con las instrucciones para cuidarla. Miguel Angel, un chico de su edad del mismo edificio le dejó una lasaña hecha por su madre italiana en el suelo. Tocó la puerta y se alejó dos metros para decirle que si la ponía en el horno 20 minutos seguro que el virus no lo resistiría. Ana está convencida de que está enamorado de su hija. Y la verdad es que la comida italiana es una apuesta segura con la familia Garmendia.

Los niños comieron con muchas ganas, los padres con muy pocas. Pero estaban agradecidos de que vecinos tan nuevos se mostraran tan generosos. Les ofrecían hacer las compras, pero Sofía no iba a ceder una tarea que la hacía sentirse responsable e importante.

Sofía e Iñaki habían priorizado cuidar de sus padres, aunque tuvieran mucho que estudiar. Tenían sus clases online y se turnaban el ordenador. Carlos se había quedado con el portátil y Ana la tablet, aunque apenas los usaban, y los niños a la habitación de sus padres no entraban. Les pasaban los utensilios para limpiar y finalmente decidieron dejarlos allí y comprar otros. Les dejaban la comida en la puerta y luego retiraban los platos con guantes. Se lavaban las manos continuamente. Y les lanzaban besos a lo lejos.

Aplaudir a las ocho de la noche se ha convertido en el ritual más importante del día. Aplauden sin parar hasta que no queda nadie aplaudiendo en el barrio. Abren ventanas para que sus padres escuchen los aplausos de los balcones y lloran de emoción. Todos los días, Iñaki y Sofía lloran, sabiendo que sus padres en cuanto puedan volverán al Hospital a ayudar a todos los que puedan, sabiendo que sus padres son héroes.

domingo, 20 de octubre de 2019

Un nombre para la felicidad

El gato secreto que acariciaban ahora, no se parecía nada al cachorro esquelético que las niñas habían rescatado frente al colegio. Las niñas, el nacimiento de cuya amistad podía atribuírsele al gato, no habían sido descubiertas. El cometido estaba resultando un éxito. Lo habían acogido, nutrido y llevado al veterinario, sin despertar sospechas. Estaban muy orgullosas de sí mismas. El gatito, testigo amable de las circunstancias de estas dos niñas, expresaba su gratitud con ronroneos infinitos, y éstos eran gran parte de la banda sonora de sus conversaciones. Nombrarlo estaba convirtiéndose en la tarea más complicada. Por el momento, llamarle “gato” les funcionaba. Al pequeño felino le daba igual, dos ángeles cuidaban de él.

Borja, el hermano de Adriana, entraba de vez en cuando a la habitación, pedía permiso. A veces, hacía como que buscaba algo y otras, supervisaba. A Montserrat, que era hija única, ese instinto protector le era tan desconocido como fascinante, y lo que ella sentía por Borja, el hombre más guapo que había conocido, era lo más parecido que había estado de enamorarse.

Miradas cómplices, hacer ruido para acallar los ruidos del gato. Vigilar que no asomara del armario, o saliera de debajo de la cama, todo cuidado era poco. Eran dos mini espías buscando nombres para su misión. Adriana propuso algunos sacados de los libros que había en la estantería de la sala de estar. Consideraron que las alternativas que les dio La Ilíada: Afrodita, Andrómaca o Briseida, eran mucho nombre para tan poco gato. Vieron otros. Neruda, Lorca, Paris, Chocolate… Tampoco merecía llamarse Ramón o Mario, no iba a ser un notario. Ni siquiera las opciones de El Principito que, en ese momento era uno de sus libros favoritos, las entusiasmaban.

Adriana le pidió a Borja que le pusiera música y cuando en la playlist de su hermano se escuchó Heroes de David Bowie, dijo “ésa, ésa”, haciéndose la entendida. 

El gato dormía con Adriana en Sitges. Era más fácil esconderlo allí. Su madre la iba buscar siempre al colegio. Aunque me hubiese gustado poder llevármelo a mi casa, lo más importante era que el secreto no fuese develado.

Me vino a buscar mi padre y de camino a Calafell le pregunté si le gustaba David Bowie. Me dijo que no. Bowie, para mí, había pasado de ser un absoluto desconocido a mi músico favorito. Tras bailar Héroes en la habitación de Adriana, ese momento se había convertido en el mejor de todos mis momentos. Y mi padre que había sido mi héroe, había cedido el puesto a Borja. Mi padre que sabía tanto, no sabía quién era Bowie.

Fue un largo y silencioso recorrido para Montserrat y su padre Josep. Él pensaba que hubiese preferido que su hija eligiera amigos que vivieran más cerca y tuvieran vidas más plácidas. En sus escenarios de preguntas difíciles no había imaginado tener que explicar la situación política chilena, los divorcios o Bowie.

En el recreo del día siguiente, le pregunté a Adriana si podíamos llamar Bowie a nuestro gato. Le encantó. Mientras hablábamos se acercó Gaston. Había molestado a Adriana antes, y ella lo había ignorado. Le dijo que sabía que su madre se había casado con un viejo millonario sudamericano. Adriana se puso roja y le dijo que su padre era más viejo que el suyo, además de calvo y gordo. Volvió a clase antes de terminar el recreo. Insulté a Gaston, le dije que era un mentiroso. No era justo. Adriana no se metía con nadie e intentaba pasar desapercibida. 

Adriana quería poner en contexto a Montserrat, pero le dolía entrar en detalles. Le explicó que su padre vivía en Santiago de Chile, no era viejo, tampoco millonario. Era como la mayoría de los padres y estaba enfadada con él.

Adriana no pensaba explicar a su amiga qué excusas buscó su padre para ponerla en clases particulares de alemán. Su repentino entusiasmo era tan raro como poco discutible. Un día, Adriana llegó antes a su clase, encontró la puerta abierta; entró, había ropa en el suelo y su padre y su profesora estaban desnudos en el sofá de la salita. Adriana corrió tan rápido y tan lejos que su padre no la pudo alcanzarla. Se lo contó a Borja, él a su madre y a partir de ahí, vinieron abogados, psicólogos, llantos y aeropuertos. De Santiago de Chile a Barcelona. Lo mejor de todo ese tiempo era Bowie, ese gato cariñoso y juguetón que parecía saber, perfectamente, cuando maullar y cuando no; su nueva amiga, Montse, y Borja.

A la semana siguiente, Montserrat propuso llevar a Bowie a la playa. Las niñas estaban entusiasmadas de mostrarle a su hijo adoptivo un lugar que a ellas les gustaba tanto. Bowie tenía que conocer el mar. Y así partieron, a la playa de Terramar, algo exaltadas, satisfechas con su decisión e intrigadas también. Soltaron al gato en la arena. Se alejó muy poco, lentamente, curioso, después se acercó a las niñas, y así, una y otra vez, como las olas del mar. La conversación las distrajo y Bowie fue hacia la orilla. No se dieron cuenta que llegó un perro, hasta que lo escucharon ladrar. Adriana corrió hacia el pastor alemán y Montserrat tras Bowie con la esperanza de evitar la tragedia. Hubiese sido una muerte salvaje. Hasta que esos alargados minutos se detuvieron al ver a Borja, junto al dueño, frenando al perro. 

Que Borja apareciera era una maravillosa coincidencia y no lo era. Bowie no era un secreto para Borja. Era un cómplice silencioso de las niñas y le atormentaba la culpa desde el funesto día que su hermanita pilló a su padre con su amante. No la perdía de vista. Si la hubiese acompañado hasta la puerta de su clase de alemán y no la hubiese dejado antes, a toda prisa, en la esquina, habría evitado que le cayesen de golpe todos los pedazos del derrumbe de un matrimonio que agonizaba.  

Lourdes Andrés

lunes, 13 de mayo de 2019

Buen viaje (Goede Reis)

Hoy he visto mi saldo en la cuenta del banco y tengo más dinero que nunca. Que recuerde. Es la indemnización que negoció mi tío que es un excelente abogado. He visto la cifra mágica que ha conseguido mi tío en la aplicación de mi smartphone mientras me tomaba un delicioso café sentada en la terraza de un local nuevo. Me ha salido una sonrisa que se ha visto en la acera del frente y que iba mucho más allá de mi boca. Había un sol magnífico que me daba directamente en toda la cara. Ninguna protección solar hubiese podido evitar que los rayos me cayeran como lo hacían. Yo los estaba invitando. Me he levantado y he saludado a un hombre guapísimo que creía que me estaba saludando y resulta que saludaba a una chica, muy guapa también, que estaba detrás de mí. Para evitar la vergüenza de saludar al vacío, he seguido con la mano levantada y parecía que aquello iba a ser eterno cuando un taxi se ha parado frente a mí. Me he subido fingiendo la determinación de quién tiene un propósito y ha salido de mi boca, sin pedir permiso a nadie, la frase, “lléveme al aeropuerto, por favor”. El taxista me ha mirado raro, fugazmente, imagino porque sólo llevaba un bolso, grande; pero, no tan grande. Su extrañeza ha durado poco, los taxistas, casi sin excepción, son personas que han perdido la capacidad de asombro. Ha podido pensar que yo quizá era una ejecutiva corporativa de esas que viajan breve, pero frecuentemente y no necesitan mucho equipaje. Le digo “terminal internacional, salidas” y me quedo tan ancha, como si fuera una frase que dijera a menudo. Miro lo que llevo en el bolso y veo el libro que me regaló mi hermano 2 ayer: ”Te han despedido, ¡enhorabuena!: Una guía práctica para reinsertarte en el mercado laboral”. Un peine, un neceser con maquillaje, perfume, cepillo de dientes, dentífrico, colutorio, gel de manos. También lápiz, bolígrafo, teléfono, cargador, auriculares, agenda, botellita de agua… Vamos, lo de siempre; salvo el ordenador. Usualmente, cuando trabajaba también lo llevaba conmigo. Hoy me encanta mi bolso cargado. Llevo varios carnets, tarjetas, efectivo y me invade una sensación de esas de tenerlo todo, de no necesitar nada, como cuando llegas con tiempo de sobras a una reunión o cuando te preguntan justo lo que sabes. Eso debe ser lo más zen que podemos ser los que no somos zen.

Me encantan los aeropuertos. Tratar de adivinar de dónde son los idiomas que no entiendo. Imaginarme las historias de la gente. Pero toca decidir y está lleno de salidas, muchas a Paris, Londres, Munich, Reykjavik, Bruselas, Viena, Milan… y no voy a empezar con dudas ahora. La cola de Amsterdam es la más corta y todavía me quedará tiempo para comprar cosas en el duty free. Me voy a una de lencería y me siento como una modelo de Victoria's Secret. No me pruebo nada, elijo y pago. Me compro dos camisetas enormes. Una me la pondré ahora en el lavabo para viajar cómoda y otra me servirá de pijama. Me encanta mi ropa nueva. Necesito un lugar donde ponerla, busco mochilas y encuentro una que invita a la aventura. Me recuerda a la bolsa de un fotógrafo con el que viajamos a Buenos Aires y lo pasamos genial. Me la compro. Veo a un matrimonio con hijos y recuerdo que también tengo familia y le mando un WhatsApp a mi madre que probablemente leerá y reelerá más tarde porque le sonará a locura. Me siento frente a la puerta de embarque a esperar y pienso que sería bueno buscar hotel porque llegaré a Amsterdam en la noche sin saber a dónde ir. Busco en google uno que sea central y me viene el antojo de que tenga piscina temperada. Lo encuentro, es caro, pero ey, “yo lo valgo”. Me río de mí misma porque hoy soy un cliché y voy en dirección contraria a todo lo que me han enseñado. Lo que estoy haciendo no se parece en nada a lo que me recomendaría mi hermano 1 o mi padre, si viviera. Mi hermano 3 me diría que tengo que mandar 100 currículums a la semana. Y, en cambio, aquí estoy, con una sonrisa que ahora además es rebelde e interplanetaria, caminando decidida a conseguir todo lo que debería tener para disfrutar de la piscina de mi hotel de lujo y a seguir llenando mi mochila de viaje. El libro regalado que llevo no me parece nada apropiado para el viaje que inicio y como me queda un rato libre todavía, aprovecho de comprarme Cinco semanas en globo de Julio Verne. 

Y ahora sí, a esperar a que me toque acceder a la puerta de embarque y subirme al avión que me llevará al aeropuerto de Schiphol. Alea iacta est. La azafata me indica la dirección de mi asiento y me desea goede reis.